"¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado." (1 Corintios 9: 24-27)
Este pasado viernes, con el encendido del pebetero, dieron comienzo en París los XXXIII Juegos Olímpicos de la era moderna. Para muchos deportistas ganar una medalla de oro en las olimpiadas supone la culminación de sus aspiraciones. El premio máximo a toda una vida de esfuerzo y privaciones, de entrenamiento constante. Una vida dedicada a prepararse para este momento. Y, por supuesto, conseguir ese oro olímpico en alguna de las disciplinas deportivas tiene que ser maravilloso. La victoria. La gloria.
¿Y luego? Luego la nada. Si el atleta ha conseguido una hazaña realmente meritoria es posible que se hable de ello por décadas, como los cuatro oros que Jesse Owens ganó frente a Hitler en Berlín 36, o cuando Bob Beamon arrasó el récord de salto de longitud en México 68, pero lo cierto es que antes o después todas esas hazañas pasan al olvido. El tiempo borra los nombres, aparecen nuevos héroes y se logran nuevas marcas que hacen palidecer lo que antaño se consideraban récords imbatibles.
El apóstol Pablo, en la primera carta a los corintios, pone el ejemplo de una carrera en un estadio. Todos se han preparado para ese momento y todos corren. Pero solo uno habrá de ganar y llevarse el premio. Una corona de olivo salvaje. Una corona que, como bien nos señala el apóstol, es corruptible, temporal y que no tendrá más transcendencia.
Pero el apóstol usa ese ejemplo como contraposición de la vida eterna. Nos habla de una corona incorruptible. Una corona que nadie nos podrá quitar y que está al alcance de todos los hombres y no solo de un ganador. Una corona por la que bien vale pelear.
¿Como podemos conseguir esa corona? Cuando el apóstol Pablo era ya un anciano escribió a su discípulo Timoteo una carta en la que retoma la ilustración de la corona. "7He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe. Por lo demás, me está guardada la corona de justicia, la cual me dará el Señor, juez justo, en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que aman su venida." (2 Timoteo 4: 7-8). Pablo le dice que ha corrido la carrera hasta el final, que se ha esforzado y que le está guardada esa corona de justicia. Pero lo más importante "He guardado la fe".
"Porque en el evangelio la justicia de Dios se revela por fe y para fe, como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá." (Romanos 1:17)

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